Elogio y desacuerdo, San Martín según Sarmiento. Por Joaquín García Marquillas

Si en su libro máximo, hablamos de “Facundo o civilización y barbarie”, Sarmiento observa en Francia el modelo que ha de seguir cualquier nación para alcanzar la civilización,  la experiencia de los viajes emprendidos durante 1845 y 1847 por Europa, África y EE.UU a cargo del gobierno chileno le permitirá cambiar de opinión: Norteamérica será su horizonte.
No obstante, importa traer aquí un acontecimiento que, desde nuestro presente, adquiere gran envergadura. Durante esos viajes Sarmiento podrá entrevistarse con San Martín, quien habiendo alcanzado la gloria y las victorias militares necesarias para la emancipación de América, tuvo que retirarse de la política y exiliarse en París en 1824 hasta su muerte el 17 de agosto de 1850.  El exilio curiosamente, como una constante de nuestra historia, también los unía.  Pues Sarmiento, al igual que  el Chacho Peñaloza, era un exiliado en Chile.
Quien lee a Sarmiento se encuentra con una escritura que puede resultar punzante, pero también,  que logra incluir aquello que puede resultarle adverso. Para 1845 una situación divide e interpela a la sociedad argentina, por supuesto, también a los exiliados. Entre ellos debemos contar además a Juan Bautista Albedi. Francia e Inglaterra bloquean el comercio exterior de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas es el hombre que mantiene en alto esta disputa. La cuestión del Río de La Plata es un problema de resonancia internacional.
Tal coyuntura exige, por lo menos, definiciones claras sobre lo que está en juego para esos tiempos. Y es aquí que, entre elogios y desacuerdos, Sarmiento da testimonio en “Viajes en Europa, África y América” de su encuentro con San Martín

“va Ud. a buscar la opinión de los americanos mismos (en Europa) y por todas partes encuentra la misma incapacidad de juzgar. San Martín es el ariete desmontado ya que sirvió a la destrucción de los españoles; hombre de una pieza; anciano batido y ajado por las revoluciones americanas, ve en Rosas el defensor de la independencia amenazada y su ánimo noble se exalta y ofusca […]
A una legua de Mainville,  no lejos de la margen del Sena, vive olvidado don José de San Martin, el primero y el más noble de los emigrados que han abandonado su patria, su porvenir, huyendo de la ovación que los pueblos americanos reservan para todos los que los sirven. Nuestro don Gregorio Gómez, el general Las-Heras, y otros restos del mundo antiguo, me habían recomendado con amor, con interés, y el general Blanco le ha dicho tan buenas cosas de mí, que me recibió el buen viejo, sin aquella reserva que pone de ordinario para con los americanos en sus palabras cuando se trata de la América. Hay en el corazón de este hombre una llaga profunda, que oculta a las miradas extrañas; pero que no se escapa a las de los que se la escudriñan. ¡Tanta gloria y tanto olvido! ¡Tan grandes hechos y silencio tan profundo! Ha esperado sin murmurar cerca de treinta años la justicia de aquella posteridad a quien apelaba en sus últimos momentos de vida pública, y tiene setenta y cinco hoy, las dolencias de la vejez, y el legado de las campañas militares le empujan hacia la tumba, y espera todavía.
Retrato en óleo de Domingo Faustino Sarmiento por Benjamin Franklin Rawson.(845).

He pasado con él momentos sublimes, que quedarán para siempre grabados en mi espíritu. Solos un día entero, tocándole con maña ciertas cuerdas, reminiscencias suscitadas a la ventura, un retrato de Bolívar que veía por acaso; entonces, animándose la conversación, lo he visto transfigurarse, y desaparecer a mi vista el campagnard de Grandbourg y presentárseme el general joven, que asoma sobre las cúspides de los Andes, paseando sus miradas inquisitivas sobre el nuevo horizonte abierto a su gloria. Sus ojos pequeños y nublados ya por la vejez, se han abierto un momento, y mostrándome aquellos ojos dominantes, luminosos de que hablan todos los que le conocieron; su espalda encorvada por los años se había enderezado, avanzando el pecho rígido, como el de los soldados de línea de aquel tiempo; su cabeza se había echado hacia atrás, sus hombros bajádose por la dilatación del cuello, y sus movimientos rápidos, decisivos, semejaban al del brioso corcel que sacude su ensortijada crin, tasca el freno, y estropea la tierra. Entonces la reducida habitación en que estábamos se había dilatado, convirtiéndose en país, en nación; los españoles estaban allá, el cuartel general aquí, tal ciudad acullá, tal hacienda testigo de una escena, mostraba sus galpones, sus caserías y arboledas en derredor de nosotros
Daguerrotipo de San Martín a los setenta años de edad (1845)
¡Ilusión! Un momento después, toda aquella fantasmagoría había desaparecido; San Martin era hombre y viejo, con debilidades terrenales, con enfermedades de espíritu adquiridas en la vejez; habíamos vuelto a la época presente y nombrado a Rosas y su sistema. Aquella inteligencia tan clara en otro tiempo declina ahora, aquellos ojos tan penetrantes que de una mirada forjaban una página de la historia estaban ahora turbios, y allá en la lejana tierra veían fantasmas de extranjeros, y todas sus ideas se confundían, los españoles y las potencias europeas, la Patria, aquella Patria antigua y Rosas, la independencia y la restauración de la colonia, y así fascinado, la estatua de piedra del antiguo héroe de la independencia, parecía enderezarse sobre su sarcófago para defender la América amenazada”

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